YO DIGO SÍ A LA PAZ

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martes, 17 de enero de 2017

CORRUPCIÓN: ENEMIGO DE LA IMPLEMENTACIÓN

Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo


Mientras se cumple paso a paso con lo pactado en el Acuerdo Final de La Habana, firmado en el Teatro Colón, el país nuevamente se sacude, mediática y políticamente, por hechos de corrupción público-privada.

Hechos estos que requieren ser comprendidos por los ciudadanos, en especial los jóvenes que decididamente participarán en la elección presidencial de 2018.

De cara a las definitivas y claves elecciones que se aproximan, parece que el tema de la corrupción se posicionará en la agenda política y mediática, mientras que los hechos de guerra, en el contexto del conflicto armado interno, van quedando, inexorablemente, en el pasado, gracias a la desmovilización de las Farc y al avance en los acercamientos de paz entre el ELN y el Gobierno.

Si se logra ese cambio en la agenda mediática y la fase de implementación de lo acordado entre el Gobierno y las Farc avanza sin mayores contratiempos, por primera vez los colombianos asumiremos el reto de elegir Presidente (periodo 2018-2022), sin el eco de los combates, es decir, sin la histórica influencia electoral de la guerrilla que hoy está adportas de hacer dejación de armas.

Digamos que un escenario político-electoral sin las lógicas de la guerra interna, se torna alentador y puede convocar a quienes tradicionalmente se abstienen de participar en los comicios. Pero el mismo factor que hoy escandaliza a los periodistas y que otorga ganancias a las empresas mediáticas que cubren las decisiones que al respecto viene tomando la Fiscalía, puede convertirse en el mayor obstáculo para que la implementación de lo acordado en La Habana se dé en las condiciones que se requieren para asegurar una paz estable y duradera.

Así entonces, la corrupción público-privada puede erigirse como el mayor y fuerte obstáculo que enfrentará la construcción de esa paz territorial que se requiere para cambiar las condiciones de abandono de amplios territorios y de millones de colombianos que viven en zonas rurales, víctimas de la corrupción y de un nefasto y anacrónico centralismo bogotano y sus “espejos” regionales. 


Muy seguramente el escándalo mediático por los hechos de corrupción protagonizados por los directivos de la multinacional Odebrecht y políticos colombianos, irá perdiendo intensidad y atención en la opinión pública. Y es posible, que en el escenario electoral de 2018, esa misma opinión pública no recuerde a sus protagonistas y los negativos efectos de sus dolosas decisiones.

Más allá de exigir sanciones ejemplares e investigaciones exhaustivas, lo que deben exigir quienes están directamente comprometidos con la construcción de una paz estable y duradera, es fortalecer los organismos de control y limpiar la acción estatal y privada, de las institucionalidades estatales y privadas involucradas en las coimas pagadas por Odebrecht, para lograr la adjudicación de contratos en obras civiles de gran importancia para el desarrollo económico del país.

Silenciados los fusiles -por lo menos los de las Farc-, la corrupción política podrá alcanzar el lugar protagónico que las dinámicas del conflicto armado le quitó, lo que hizo que millones de colombianos creyeran a pie juntillas que el único problema del país era la otoñal presencia de las guerrillas.

La misma Prensa que por años se encargó de construir y consolidar esa reducida representación social de nuestra realidad política, tendrá en adelante la oportunidad de develar las finas redes de corrupción y las mafias que hoy tienen “cooptado y capturado” el Estado en sus dimensiones nacional, regional y local. El reto es enorme, aunque es claro que varias empresas mediáticas se auto censurarán, dados los compromisos políticos que atan su labor informativa.

En el acto de posesión, el nuevo[1] Procurador General de la Nación, Fernando Carrillo,  “advirtió que la corrupción, no la guerra, es hoy el peor enemigo del país”. Y aseguró que será “veedor y garante de esos acuerdos, porque volver al pasado no es una opción viable[2].

Por ese camino, ojalá que el tema central de discusión electoral y política en 2018 sea la corrupción. De esta forma y dadas las dimensiones alcanzadas por la corrupción público-privada en el país, será una prioridad elegir un Presidente que se comprometa a luchar denodadamente contra ese terrible flagelo. Más importante aún, que no tenga vínculos con criminales o con negociados.

Para el caso, será difícil encontrar un candidato a la Presidencia que no haya sido tocado por alguno de los múltiples tentáculos de la corrupción. Mientras llega la elección presidencial, ya sabemos que Vargas Lleras, líder natural de Cambio Radical, fue cercano al hoy condenado ex gobernador de La Guajira, Kiko Gómez. Y por las dimensiones de la corrupción en el caso Odebrecht[3], y que tocan de manera directa al Gobierno de Álvaro Uribe Vélez, es fácil inferir que cualquier candidato presidencial que apoye el latifundista y ganadero, a través del Centro Democrático, llevará sobre sus hombros la probada corrupción que se aupó entre 2002 y 2010. 

Ya se escuchan voces que invitan a establecer “cruzadas” contra la corrupción. Estos estribillos deben ir acompañados de compromisos reales de las disímiles élites de poder (militares, empresarios, banqueros, industriales) y de la presión de una ciudadanía y de una opinión pública capaz de discutir asuntos públicos. No hacerlo, abre la posibilidad para que la corrupción público-privada sea la responsable del fracaso del proceso de paz con las Farc. Razón le cabe al columnista Luis Sandoval: “la implementación requiere seguridad jurídica y política, capacidad técnica y recursos. Con élites políticas y burocráticas clientelizadas, sin grandeza ni generosidad, no habrá implementación[4]”.

Las redes mafiosas y clientelares desde ya deben estar atentas para apropiarse o desviar los recursos nacionales e internacionales que se invertirán para implementar lo acordado y diseñar escenarios de posconflicto. Y nosotros como ciudadanos debemos estar atentos a denunciar a esas mafias que se enquistaron en el Estado y que cooptaron las relaciones entre este y el sector privado. 

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