YO DIGO SÍ A LA PAZ

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lunes, 1 de junio de 2015

CONFLICTO ARMADO INTERNO EN PERSPECTIVA ÉTNICA

Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo

Columna publicada en el periódico EL PUEBLO:  http://elpueblo.com.co/conflicto-armado-interno-en-perspectiva-etnica/


Del conflicto armado interno hemos escuchado que tiene anclajes en factores y elementos sociales, económicos y políticos, íntimamente relacionados con el problema de la concentración de la tierra en pocas manos, la estrechez política y electoral de un régimen democrático que, al igual que el Estado, está en proceso de consolidación y profundización. Podemos sumar otras características y fenómenos, como el maridaje entre política y crimen, paramilitarismo y un ethos mafioso compartido por élites de poder y fuerzas sociales; al final, llegaríamos a comprender, que estamos ante un complejo conflicto que tiene expresión armada, pero que es social, político, étnico, ambiental, cultural y económico.

Se hace muy difícil comprender, históricamente, el devenir de la guerra colombiana, porque solemos separarlo de otros conflictos, problemas y situaciones que claramente expresan las enormes dificultades que el Estado y la sociedad atraviesan para guiar procesos civilizatorios y de civilidad, que minimicen al máximo el riesgo natural que supone vivir juntos, para una especie que, como la humana, deviene hostil, inestable y con rasgos fuertes de perversidad.

Nos hemos representado el conflicto armado interno, como un asunto que solo toca e involucra los territorios rurales del país, en donde hay unas fuerzas guerrilleras, o un ejército de bandoleros, o una ‘chusma’, que no ha dejado “progresar” al país. De allí el atraso del campo. Pero detrás de esa imprecisa representación social del conflicto armado interno, subsiste la histórica tensión entre lo Rural y lo Urbano. Lo primero, símbolo del atraso y de lo incivilizado y lo segundo, ícono de la civilización, de la civilidad, del progreso y las oportunidades.

Sobre esa real, pero inconveniente dicotomía, hemos escondido un asunto que pocos aceptan, y que daría la posibilidad para señalar que el conflicto armado tiene expresiones identitarias y étnicas[1], que si bien no suponen el enfrentamiento étnico-racial que caracterizó la implosión y el desmembramiento de la Yugoslavia de Tito, sí han servido para desestimar, invisibilizar y estigmatizar a comunidades afrocolombianas, indígenas y campesinas, asociadas históricamente a la vida rural, al campo.

Señalo que a la dicotomía Rural-Urbano se suma una generalizada animosidad hacia aquellas comunidades que viven en el campo y que han resistido las dinámicas y los horrores de la guerra interna entre Estado-paramilitares y subversión. Esa animosidad étnica hacia lo afro, lo indígena y lo campesino, puede estar detrás de, y alimentando, los conflictos sociales y políticos que se advierten en ciudades capitales como Cali, Medellín, Barranquilla y Bogotá, entre otras urbes receptoras de ciudadanos desplazados por la violencia política en el contexto del conflicto armado interno.

La ciudad y lo urbano construyen maneras de ser y parecer, que para el caso de Colombia, devienen opuestas al campo, a lo rural, lo que ha facilitado el rechazo hacia los proyectos de vida de campesinos, afrocolombianos e indígenas, convertidos de tiempo atrás en ciudadanos disonantes[2] e incómodos para el modelo de sociedad, Estado y mercado que defienden unas reducidas élites mestizas y ‘blancas’. De allí que el desplazamiento y la desaparición física y cultural de dichas comunidades, se advierta como un objetivo estratégico para los agentes políticos, sociales y económicos que han aupado, desde diversos sectores, la prolongación del conflicto armado y claro está, el financiamiento de los actores armados que siguen la línea ideológica planteada por la élite “blanca”, que no acepta como iguales a los campesinos, afros e indígenas.

Es decir, la guerra interna colombiana y sus actores, cuyo escenario natural ha sido lo rural, y los conflictos sociales y culturales que se manifiestan en territorios urbanos, esto es, en las ciudades capitales, devienen acompañados por la animosidad étnica hacia los indígenas, afros y campesinos, que las élites de poder, han alimentado a través de la promoción de una cultura dominante y hegemónica que ha excluido a las señaladas comunidades. Hay que insistir en que esa élite, considerada ‘blanca’, viene desconociendo sus propios procesos de mestizaje, circunstancia esta que les facilita tomar distancia de aquellos que simplemente, no comparten un mismo color de piel y un linaje que de forma natural legitima su poder. La animadversión, en particular, contra los indígenas, y contra lo indígena, se explica por el sentido consustancial que sus proyectos de vida plantean con la Naturaleza y por supuesto, por la recuperación de territorios ancestrales, en manos de latifundistas y hacendados.

Es necesario establecer conexiones entre un progresivo, constante y desordenado desarrollo urbano y la debilidad manifiesta del Estado para consolidarse como un orden eficaz y legítimo en territorios rurales, en donde sobreviven esos ciudadanos disonantes. De igual manera, hay que conectar el fenómeno paramilitar y el desplazamiento forzado provocado por las fuerzas paramilitares, con la élite mestiza y ‘blanca’, que asociada a relaciones y esquemas de poder citadino, presionan la salida de afros, campesinos e indígenas de sus territorios rurales, con el claro propósito de transformarlos identitariamente, a través de la entronización del discurso de lo urbano y claro está, de ocupar sus territorios colectivos para el desarrollo de la mega minería, ganadería extensiva, proyectos agroindustriales y turísticos.

Así entonces, hoy parece más fácil ponerle fin al conflicto armado, desde una perspectiva de paz económica, que a los conflictos interétnicos que una élite de poder, aupó y consolidó, a través de las dinámicas de un conflicto armado interno que no logró alcanzar el carácter nacional y que de manera exclusiva tuvo su desarrollo en el campo y las selvas de Colombia.

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