Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo. Columna EL PUEBLO. http://elpueblo.com.co/medioambiente-movimientos-sociales-y-universidad/
Colombia es un país biodiverso.
Parece que nadie, en sus cabales, discute esa especial condición ambiental. Las
zonas protegidas y el Sistema de Parques Nacionales Naturales tratan de aseguran
ese lugar que Colombia aún ostenta como país biodiverso. Especies vegetales y
animales endémicos alimentan y sostienen en parte ese lugar destacado en
materia ambiental. Pero hay amenazas serias que se ciernen sobre esos
ecosistemas naturales, frágiles, valiosos y estratégicos, si se miran desde una
perspectiva del llamado ecoturismo, para mitigar los efectos del cambio
climático y/o por el simple goce estético que nos asegura alzar la mirada y
contemplar un humedal, una montaña tupida de un inigualable verde esmeralda y/o
las aguas saturadas de oxígeno de ríos que
aún bajan limpios y puros de las montañas.
Muchos ecosistemas están hoy
afectados en materia grave por cuenta de los desastres provocados por los
actores armados, la agroindustria, la ganadería extensiva y la minería legal e
ilegal. Pregunto: ¿a quiénes realmente les importa la suerte de ecosistemas
naturales, cuando el grito del desarrollo encuentra eco en las débiles
instituciones estatales y en la avaricia de quienes dirigen poderosas
organizaciones? Creo que a muy pocos.
Las denuncias hechas en los
medios masivos y redes sociales por parte de connotados ambientalistas como
Manuel Rodríguez Becerra y Julio
Carrizosa Umaña, entre otros muy pocos, solo sirven para poner el tema en la
empobrecida agenda de los medios masivos. La efervescencia que generan los planteamientos
de los ambientalistas, dura poco. Es más, las denuncias de uno de los señalados
académicos son recordadas por el reciente rifirrafe que sostuvo el ex ministro
Rodríguez con el también columnista, Ramiro Bejarano, que por el trasfondo
ético, técnico y científico que contienen dichas denuncias, reparos y
observaciones. Todo quedó reducido a una “pelea”.
Es decir, esa discusión no logró
trascender. Se quedó en el ámbito cerrado de los columnistas. No logró colarse
al grueso de la sociedad. Bien vale la pena preguntarse por qué las denuncias y
las alertas que hacen académicos y columnistas no logran inocularse en la vida
cotidiana de millones de colombianos.
Daré algunas pistas tendientes a
responder el interrogante. En primer lugar, hay que señalar que el conflicto
armado interno, la presencia de guerrillas, paramilitares y las prácticas
abusivas y autoritarias de varias dependencias del Estado impidieron o
afectaron la consolidación de movimientos sociales con vocación política y con
particular énfasis en la defensa del medio ambiente. Sin duda hay
movilizaciones en contra de proyectos como la represa de El Quimbo, para
nombrar solo uno de los proyectos hidroeléctricos que mayor impacto ambiental,
social y cultural provocará en la región en donde se desarrollan las obras de
ingeniería. Pero el país no se ha volcado a respaldar a los campesinos y
ciudadanos en general que vienen protestando por la construcción de la represa.
O el caso de la mina de La Colosa, en la zona de Cajamarca, que preocupa a sus
habitantes, pero que poco convoca al grueso de los colombianos.
Y no hay movimientos sociales en
Colombia no sólo por cuenta de las dinámicas del conflicto armado interno, sino
porque no hay partidos políticos que de manera coherente y eficaz luchen por un
medio ambiente sano y recojan las causas y las demandas sentidas que dichos
movimientos puedan exponer.
Recientemente, el país contó con
el movimiento político Oxígeno. Un proyecto político-ambiental que no alcanzó a
madurar. Hoy existe el Partido Verde, tímida colectividad que poco ha hecho
para erigirse como un referente de lucha ambiental desde el ejercicio de la
política. Los dos casos arriba mencionados son claras expresiones de que el
discurso ambiental y la defensa del medio ambiente no atraviesan la vida
política del país. Dichos movimientos políticos no cuentan con un discurso
ambiental sólido y coherente. Vaya contradicción en un país biodiverso. Entonces,
la política y su ejercicio público poco o nada han servido para que se legisle
a favor de la conservación de valiosos ecosistemas naturales y en franca oposición
a las locomotoras minero energética y de desarrollo agroindustrial propuestas
por el Gobierno de Santos para “desarrollar” el país.
A lo anterior se suma la falta de
una conciencia individual y colectiva
alrededor de lo que significa para la vida humana contar con valiosos
ecosistemas. No fuimos educados para contemplar y respetar la naturaleza. Tan
sólo los pueblos indígenas desarrollaron conciencia ambiental y lograron
establecer relaciones inmanentes con la tierra, la naturaleza, las selvas, los
bosques y los ríos, entre otros. En menor medida ha sucedido con las
comunidades negras. Prosperó una educación más cercana a las prácticas
culturales, sociales y ambientales de arrieros, ganaderos, arroceros y
azucareros, entre otros sectores y grupos humanos que han acumulado una larga
deuda ambiental con el país por los efectos nocivos que dejan sus actividades.
Pero hay un actor político y
social que al guardar relativo silencio frente a la catástrofe ambiental que el
país viene soportando desde el año 2002, coadyuva en gran medida a que los
asuntos ambientales solo convoquen a unos pocos académicos que, convertidos en
columnistas, escarban solitarios en una desértica opinión pública y en medio de
una especie de unanimismo político e ideológico que subsiste hoy alrededor de
una única visión de desarrollo. Hablo de la Universidad, históricamente de
espalda a la realidad. Claro que la universidad investiga, pero los efectos
sociales, culturales y políticos de dichas investigaciones son casi nulos.
Incluso, las universidades ofrecen doctorados con énfasis en asuntos y
problemas del medio ambiente, pero es claro que poco sirven esas tesis doctorales para transformar o modificar lo que sucede con
ecosistemas naturales frágiles y estratégicos como los páramos y la altillanura,
hoy amenazadas por el “fracking” y la mega y mediana minería, entre otras
actividades.
De otro lado, las lógicas, dinámicas y los problemas de
urbes como Bogotá, Cali y Medellín, entre otras, hacen que asuntos ambientales
geográfica y culturalmente lejanos, poco interés despierte en ciudadanos que
están resolviendo el día a día, esto es, enfrentando problemas de movilidad,
inseguridad y la búsqueda del sustento.
Y si a lo anterior le sumamos que
en las urbes colombianas hay una opinión pública empobrecida e incapaz de
discernir sobre asuntos públicos, entonces de manera clara tenemos que los
problemas que hoy enfrenta el país por cuenta de la mega y la mediana minería,
legal e ilegal, le interesan y le seguirán interesando a unos pocos.
Todo lo anterior se debe entender
en el contexto de un Estado débil y precario, penetrado y capturado por mafias
clientelares de diverso tipo; y de una sociedad atomizada y poco educada en
materia de conservación y respeto por el medio ambiente. Son esas, justamente,
las mejores condiciones para que opere una visión de desarrollo extractivo que
muy pronto nos llevará a todos a vivir episodios como los que se exhiben en la
película Avatar. Llegado ese momento, ojalá no sea demasiado tarde para
reaccionar.
Imagen tomada de umariana.edu.co
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