YO DIGO SÍ A LA PAZ

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jueves, 24 de julio de 2014

LA PAZ EN UN PAÍS DE REGIONES



Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo

Mientras avanzan las conversaciones de paz en La Habana y la ultraderecha, representada en el Congreso por el Centro Democrático, se dispone a ponerle obstáculos a los proyectos de ley que darán vida a escenarios de posconflicto, bien vale pena discutir sobre el tipo de paz que podemos construir en un país que no sólo deviene polarizado, sino que exhibe problemas de articulación y definición alrededor de unas ideas consensuadas que den vida y sentido a un proyecto de Nación que recoja nuestras diferencias, así como las ideas comunes.

Sobre esa circunstancia de ser un país de regiones, el centralismo bogotano y las élites regionales que funcionan como espejos de la élite bogotana, han perpetuado un Estado que sólo funciona en ciertos territorios y para ciertas unidades administrativas y específicas comunidades.

Es claro, en esa perspectiva, que la descentralización administrativa no ha funcionado. Es inoperante porque el centralismo bogotano es una vieja y oxidada bisagra que bien vale la pena remplazar. ¿Por qué no pensar en un modelo federal? A lo mejor al dar la discusión nos encontramos con la sorpresa de que poco o nada hay en común entre regiones, comunidades y grupos étnicos, lo que nos podría llevar a una secesión sin que ello implique una confrontación armada y nos lleve a un peor escenario. No se trata de eso. Simplemente, hay que explorar caminos de reconocimiento de la Nación  y de profundización del Estado como orden político y social, aceptando que en muchos lugares del territorio el Estado simplemente no existe, no llega o simplemente es inoperante y generador de violencia y problemas.

En las discusiones en La Habana debería de asumirse la discusión alrededor de la posibilidad de implementar en Colombia un régimen federal, pero no el modelo del siglo XIX, que dé real autonomía a estados regionales (o regiones autónomas) y coadyuve decididamente a golpear el anacrónico y dañino centralismo bogotano. Un centralismo que concentra la voz de mando, el poder y la corrupción, que deviene en Colombia, como el clientelismo, con un carácter institucional que los hace ya parte de la cultura y del devenir del país.

Así entonces, qué tipo de paz y de posconflicto podemos diseñar en un país que sigue siendo manejado por una élite bogotana que no sólo desconoce las particularidades regionales, sino que insiste  en reproducir una cultura dominante apegada a valores y principios premodernos, fincados en el poder de la Iglesia Católica, y en el que históricamente vienen ejerciendo gamonales y líderes políticos que actúan más como nuevos señores feudales, con poder económico y político, y lo más grave, con poder militar, en el sentido en que tienen acceso a ejércitos privados  que se sirven, de muchas maneras, de la cooptación mafiosa de sectores de la Fuerza Pública.

Pero además de la revisión del modelo político-administrativo, lo que el país necesita es un profundo cambio cultural. Hay que superar las atávicas prácticas culturales con las que se suelen desconocer procedimientos reglados, en el manejo de los recursos del Estado. La informalidad con la que muchos alcaldes y gobernadores manejan los recursos públicos y establecen relaciones entre el Estado y las comunidades, suele abrir las ventanas para un tipo de corrupción, aupada y legitimada por la cultura local. Eso es perverso.

No puede haber modelos discrecionales[1] de Estado. El Estado debe ser uno solo en su concepción de servicio y agenciamiento de lo público[2], así existan prácticas culturales, ancestrales o no, que hagan posible que la noción de Estado y el funcionamiento del mismo estén sujetos a cosmovisiones y ethos particulares asociados a maneras informales y subjetivas de entender la función pública.

El cambio cultural deviene generalizado. Es decir, las élites deben transformarse culturalmente. Sus precarias visiones de Estado y de Nación han coadyuvado en gran medida a consolidar el desorden, la indisciplina, la pobreza cultural, la displicencia, la corrupción y ese ethos mafioso con el que solemos hacer transacciones y con el que construimos las relaciones entre el Estado y la sociedad.

Así entonces, poner fin al conflicto armado interno resulta clave para avanzar hacia la posguerra, pero no tanto para llegar al posconflicto si al tiempo no aceptamos que culturalmente no sólo somos distintos por el asunto de las regiones, sino que hemos entronizado la idea de una paz armada con la que solemos actuar en el ámbito de lo público. Es decir, esa paz que nos da la confianza y el poder para caminar armados, con el discurso y con armas de fuego y ‘blancas’, con el propósito claro de violentar al que piensa distinto, al que es diferente. Baste recordar que bajo la inconveniente dicotomía Amigo-Enemigo se ‘gobernó’ al país entre 2002 y 2010.

En las relaciones Estado-Mercado-Sociedad hay que esculcar muy bien los conflictos y los problemas que hoy padecen los colombianos. No hacerlo nos llevará, muy seguramente, a alcanzar escenarios de paz armada, pero no reales escenarios de posconflicto en donde aprendamos a vivir y a respetarnos en la diferencia bajo la sombra de un Estado que sea realmente un referente de orden social, político, económico, pero sobre todo, cultural. Ese es el reto.

Mientras avanzan los diálogos de paz en Cuba y las guerrillas de las Farc y el ELN continúan agrediendo valiosos ecosistemas naturales y la propia vida de pueblos que el centralismo bogotano apenas reconoce, concentrémonos en modificar esas conductas que aún nos hacen premodernos. Por ejemplo, cambiemos la mirada que tenemos sobre lo femenino, sobre la mujer. Muy seguramente si logramos modificar la enfermiza y violenta masculinidad que exhibimos como sociedad machista, daremos pasos firmes hacia una mejor Nación.






Imagen tomada de internet de Lachachara.org


[2] Y esto, para el caso de que se implemente el régimen federal. No hay contradicción entre una idea única de Estado y la coexistencia de estados federados. Se requieren consensos alrededor de la función pública. El Estado, como imperio de la ley, pero también como garante de una vida digna para todos sus asociados. 

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