YO DIGO SÍ A LA PAZ

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martes, 1 de abril de 2014

COLOMBIA HACIA SU PROPIO AVATAR

Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo

Espero que las imágenes de los noticieros de televisión que registraron el desastre ambiental en el Casanare, aún hagan parte de la memoria de corto plazo de los lectores de esta columna. El columnista cree que la muerte lenta de animales buscando guarecerse del sol en lo que ayer era un extenso cuerpo de agua, es la expresión de un modelo de  desarrollo extractivo que rápidamente llevará al país a vivir su propio avatar. El Gobierno, tardíamente, anuncia medidas. Columna publicada en www.programalallave.com 


La muerte lenta, agónica y sufrida  de miles de chigüiros, cocodrilos y tortugas en Paz de Ariporo, en Casanare, es un hecho socio ambiental que bien pudo mitigarse, de haber mediado una oportuna atención de las instituciones ambientales del orden local, regional y nacional. Es claro que no hubo respuesta porque subsiste una débil institucionalidad ambiental, circunstancia esta que aparece justamente porque la sociedad civil, la sociedad en general, la clase política y dirigente y sucesivos gobiernos, jamás supieron valorar y menos aún pudieron entender qué es eso de ser un país biodiverso.  Es más, tener selvas, variedad de pisos térmicos, extensos ríos y exhibir la cualidad de país endémico en lo que refiere a algunas especies, parece ser una suerte de maldición y de obstáculo para aquellos que a toda costa buscan someter y transformar el medio ambiente natural, para dar rienda suelta a sus mezquinos intereses económicos.  

Ser un  país biodiverso demanda acciones y compromisos ético-políticos de gran envergadura, así como el desarrollo de un pensamiento ambiental que sirva para dar el debate entre aquellos que como Uribe y Santos, se la jugaron por un desarrollo extractivo, la ampliación de la frontera agroindustrial, petrolera y ganadera y en general, con actividades antrópicas claramente pensadas para transformar el medio ambiente, en procura de generar riqueza para unos pocos. Ser un país biodiverso exige una educación ambiental de la que en Colombia poco podemos dar cuenta, si juzgamos las maneras como proceden los funcionarios públicos y las débiles expresiones de rechazo frente a lo sucedido.

Lo cierto es que el colombiano promedio no está en capacidad para discutir y discernir entre apuestas de desarrollo extractivo como las que promueve y defiende el presidente-candidato, Juan Manuel Santos Calderón y aquellas que insisten en preservar y,  si es el caso, ampliar zonas y ecosistemas de gran valor ambiental, cultural y social, cobijados bajo la figura de parques nacionales naturales.

Es triste decirlo, pero el colombiano común y corriente no puede discutir estos asuntos ambientales y del desarrollo extractivo, porque hace parte de una sociedad que no sabe si atender los hechos de una guerra degradada y las acciones de unos actores armados que también depredan ecosistemas valiosos, o  tratar de entender lo que pasó en Bogotá con  Petro y la CIDH;  igualmente, se ve abocada esa misma sociedad a enfrentar las incertidumbres, los desafíos y los problemas de las grandes capitales; y ese colombiano medio no sabe si atender los desastres ambientales que viene provocando la ejecución del plan de desarrollo de Santos, o prepararse, miércoles y domingo, para ver el bajo nivel del fútbol profesional colombiano, o por el contrario, sentarse cómodamente a ver las transmisiones televisivas de partidos internacionales o, desde ya, concentrarse para ver el mundial de fútbol en Brasil.

Y ese colombiano promedio no puede asumir con criterio la discusión de estos asuntos públicos porque su clase dirigente y política tampoco lo puede hacer. Baste echar un vistazo a la conciencia ambiental de Uribe Vélez, quien desde el lugar privilegiado que le da ser  autocrático, montaraz  arriero, latifundista y ganadero, debilitó las instituciones ambientales durante sus ocho nefastos años de mandato; y no se queda atrás el citadino y miembro de la rancia élite bogotana, Juan Manuel Santos Calderón, líder neoliberal que poco a poco nos permitirá asistir a nuestro propio avatar, en el que además de garantizar la muerte de especies vegetales y animales, se producirá la desaparición, física y simbólica, de indígenas, afros y de todos aquellos que insistan en mantener una relación consustancial con la Naturaleza.      

Es en ese contexto en el que se debe entender y explicar lo que sucede en el Casanare  desde hace más de ocho meses de sequía. Es decir, la muerte y la agonía de chigüiros, cocodrilos y tortugas, entre otros animales, no sólo es producto del llamado Cambio Climático, sino que es consecuencia de un modelo de desarrollo extractivo que arrasa cuerpos de agua y ecosistemas frágiles. Una  apuesta de desarrollo que da frutos porque está sostenida - y requiere- de la inacción estatal y de la complicidad de gobiernos locales, regionales y nacionales, que sólo tienen que cerrar los ojos ante iniciativas privadas que en nada valoran y respetan el medio ambiente y la biodiversidad. Ya se señalan en particular a las petroleras y a ganaderos de ser responsables de la muerte de esas especies, por la depredación del pie de monte y la explotación incontrolada del suelo.

Al inconveniente contexto político, ético y cultural, se suma una paquidérmica academia, que sujeta cada vez más a la lógica del mercado, deambula de espaldas a los desastres ambientales que viene dejando la locomotora minero-energética de Santos; no podemos dejar de señalar la  incoherencia de la llamada Alianza Verde, agrupación política que aún está  viche en lo que corresponde a la consolidación de un proyecto político que en algo recoja el espíritu ‘verde’ de la Carta Política de 1991. 

Y hasta la propia izquierda, fragmentada e incapaz de erigirse como una real opción de poder, exhibe sin pena alguna, su incapacidad para discutir asuntos ambientales, desde un discurso que gravite entre el ambientalismo, la discusión científica y técnica, y que esté conectado y atravesado con y por una enorme dosis de dignidad frente al poder de las multinacionales que explotan los recursos de la Nación y claro, de responsabilidad social y ambiental frente a los desafíos de las petroleras, mineras, palmicultores, agroindustriales y ganaderos que ya hacen ingentes esfuerzos para ‘desarrollar’ el país. Es decir, para someter y transformar valiosos ecosistemas, como la extensa llanura de Paz de Ariporo, hasta convertirlos en pozos petroleros, o en extensos hatos, entre otras actividades.


De esta manera, el mensaje es claro: el país debe acostumbrarse a  la muerte lenta, dolorosa y agónica de chigüiros, cocodrillos y tortugas,  entre otras especies, porque el pleno ‘desarrollo’ en zonas consideradas de gran valor ambiental, avanza sin control. Y frente a esa apuesta de vida, el desafío está definido en estos términos: adaptación o muerte. 

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